La Segunda Revolución

Escena eliminada 1: Artacs

La casa de los vecinos no está lejos. Cinco minutos que Kástor camina a toda velocidad y con un nudo en la garganta. Ellos ya sabían que iba a venir porque Kástor es una persona de costumbres y se encuentra la puerta abierta. Entra a los establos con la emoción contenida a duras penas. Es media tarde y la luz del sol se cuela roja a través de las ventanas.

En los establos huele a heno fresco y al cuero de los arreos. Los caballos se remueven intranquilos en sus cubículos cuando entra el extraño, pero hay uno que relincha y Kástor se detiene en seco. Del bolsillo de la chaqueta saca unos cuantos pedazos de manzana y los hace rodar entre los dedos mientras avanza un poco más. El mismo caballo de antes piafa y golpea los lados de su compartimento. Atraviesa el establo más rápido de lo que debería, tropezándose con balas de paja y una pala que alguien ha dejado tirada por aquí. Cuando llega, Artacs ya amenazaba con romper a coces su cubículo pero Kástor entra sin miedo y le pide que se tranquilice, que es él, que está aquí, y le ofrece la manzana. La manzana siempre ha sido su golosina favorita, Kástor lo sabe, igual que sabe cuánto le gustaba que le rascaran tras la quijada, o cómo hacer que Artacs respondiera al más pequeño de sus movimientos.

El último fragmento de manzana se termina pronto y Artacs frota delicadamente la nariz contra el brazo de Kástor. Con cualquier otro caballo quizá indicase que pide más comida; pero Kástor sabe que es un mimo porque él también le ha echado de menos.

Artacs

Tiene ganas de llorar pero no lo hace, porque Kástor no llora. Así que, en vez de eso, sonríe y coge un cepillo que hay colgado junto a la puerta. De niño prácticamente vivía en los establos que tenían en casa, recuerda mientras empieza a cepillar cuidadosamente el manto gris del animal. Al principio sus padres se preocupaban y le pedían que hiciera cosas normales de niño: que jugara, que hiciera amigos entre los otros chicos del vecindario en vez de gastar las horas en un cuaderno de dibujo o sobre la silla de montar. Sus padres no sabían que junto a ese caballo grandote y listo que es Artacs podía sentirse como una persona normal. Además, el abuelo Graadz nunca se acercaba a las caballerizas.

Mientras trabaja, Kástor habla entre susurros, en un tono de voz que nadie le ha oído jamás. Le cuenta cosas de él, de sus hermanos pequeños, del Liceo, de las clases, que son difíciles pero él estudia mucho y saca buenas notas, de su amigo Enzo del cual no tiene que ponerse celoso, porque que tenga otro amigo no significa que a él le quiera menos. Kástor habla de todo lo que tiene dentro porque con Artacs no le cuesta. Cuando se le acaban las palabras deja el cepillo a un lado, abraza con cuidado el cuello del animal y, con la sien apoyada contra el pelaje áspero de su cuello, respira hondo.

«Mantener un caballo cuesta mucho, Kástor, y en casa de los vecinos estará muy bien cuidado, ya lo verás», le dijeron sus padres un día. Habían intentado retrasar ese momento lo máximo posible, porque incluso Aeneas Graadz y su esposa, aunque hubieran preferido que su hijo jugara con otros niños, sabían que ese caballo era su único amigo. Sin embargo, ya hacía meses que tenían problemas económicos, tres niños pequeños, los gemelos en camino y los vecinos ofrecían un buen precio por Artacs, como lo ofrecieron por los demás caballos, parte de los terrenos de la finca, algunos muebles y las joyas de la abuela Graadz. Kástor entonces odió a sus padres y a los vecinos. Quiso quemar cosas y gritar pero Kástor no llora ni tampoco grita porque no le gustan los ruidos fuertes. Luego se hizo mayor y entendió a papá y mamá, que tuvieron que sacrificar todo lo demás para salvar la casa; y a los vecinos, porque al comprar a Artacs solo querían ayudar y al fin y al cabo le dejan visitarlo siempre que quiere.

—Tú no te preocupes —musita con los ojos cerrados. Artacs apenas se mueve, como si tuviera miedo de lastimarle si hace un gesto demasiado brusco—. Yo estudio mucho sabes. Estudio mucho y tendré un buen trabajo y entonces podré comprarte y vendrás a casa conmigo. No podrá venderte nadie luego. Te lo prometo. Te lo prometo. No podrán venderte nunca más.

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(imagen de portada: WhySoWhite)