Suspira y mira hacia delante en dirección a su casa y trata de retrasar el momento de su llegada un poco más. No se ve capaz de enfrentarse a la preocupación de su madre, a las preguntas de su padre ni a la sonrisa que, supone, tendrá el abuelo Graadz. Sería capaz de pegarle aunque solo sea un viejo triste y senil.
—¿Kástor?
Él da un respingo. De todas las personas que podría encontrarse hoy, en esta noche salida de una pesadilla, tenía que ser ella.
Se da la vuelta muy lentamente.
—Me ha parecido que eras tú. ¿Puedo sentarme?
Hay una parte de Kástor que quiere gruñir y espantarla. Es esa parte huraña, que a veces no le gusta ni a él mismo. Entonces ve los ojos llorosos de ella y cede. Es sólo un gesto con el mentón, lo bastante vago para que ella lo interprete como quiera, pero Nero se acerca a la carrera y se deja caer junto a él. Inmediatamente, Kástor arrastra su cuerpo hasta el otro extremo del banco pero se detiene ahí.
—He salido a caminar. Me estaban entrando ganas de llorar, con tanta gente deprimida, pero a la vez no quería estar sola. Y te he encontrado a ti.
A Nero le ha salido la voz ronca, distante. Él no responde pero cuando cree que ella no se da cuenta, la espía de reojo.
Kástor nota un peso en la boca del estómago, una tristeza de masa infinita que le ahoga. Se hace tan insoportable que entonces patea el suelo. También golpea el banco con el puño porque está tan enfadado que quiere quemar cosas y gritar hasta que se le vacíe la rabia de dentro. En ese momento Nero le pone una mano en el hombro y el mundo se detiene.
—Prueba con esto si quieres. Si golpeas así el banco te vas a hacer daño.
Kástor la mira mientras ella le tiende su mochila de paño. Tiene algo mullido dentro y el chico aprieta tentativamente las manos alrededor de la tela. Mientras tanto, Nero sube las piernas al banco y se abraza las rodillas.
—Dentro no hay nada que se rompa. He puesto el abrigo porque de tanto caminar me ha entrado calor. Prueba —le anima, haciendo un gesto afirmativo con el mentón—. Mi hermano Nau tiene un saco de golpes allá en casa. En realidad es sólo una funda de cojín llena de trapos pero cuando era pequeño le dijimos que era un saco especial que mandaba la rabia al fondo del lago. A él le funciona. Ya no se ha vuelto a romper la muñeca golpeando cosas, especialmente al resto de mis hermanos.
Kástor duda. Nero insiste un poco más empujando la bolsa en su dirección, hasta que él da un puñetazo a modo de prueba. Golpea dos veces más con todas sus fuerzas y luego se queda quieto.
—¿Mejor?
Kástor asiente. Sus miradas coinciden pero él baja la cabeza enseguida y le devuelve la mochila, ahora un poco más lisa que unos segundos antes.
––Lo he calculado y siempre puedo equivocarme, Azar y sentimientos es una combinación complicada, pero me ha salido que no estás mejor. ––A Kástor le recorre el bajo vientre un escalofrío. Apoya las manos en el banco para levantarse, para huir otra vez de Nero, pero ella sigue hablando––: Que no importa. Que estés triste, quiero decir. O que no quieras decirme que lo estás. Es lo bueno de los sentimientos, que no hace falta justificarlos. Se sienten y punto.
Kástor sacude la cabeza con los ojos cerrados. No se siente mejor pero algo de cierto debe de haber en la historia esa del saco de golpes porque por lo menos una parte de la rabia se ha ido y descubre que, debajo de todo eso, está muy cansado. Ahora sí que quiere estar en casa.
—Mvoy.
Se pone en pie. Un viento que huele a ceniza cruza la plaza sin obstáculos y Kástor hunde las manos en los bolsillos. Entonces, sin decir nada más, camina hacia la parada del metropolitano. Todavía tiene la mente nublada por lo que ha pasado y se mueve en una especie de duermevela, como si lo que está viviendo le estuviera ocurriendo a otra persona; pero justo frente a la parada da media vuelta. Nero le despide desde el banco y él, tras un instante de duda, también levanta tímidamente una mano.